Cuando la mayoría piensa en España, imagina el bullicio de Madrid, las playas del Mediterráneo o las fiestas del sur. Pero hay otra España, silenciosa y profunda, que no aparece en los folletos turísticos ni en los noticiarios. Es la España de las llanuras infinitas, de las torres de piedra, de los inviernos duros y los veranos dorados. Es la España de Castilla, donde los pueblos parecen suspendidos en el tiempo y donde la vida, aunque lenta, conserva una autenticidad que en las ciudades ya se ha perdido.
Vivir en un pequeño pueblo castellano es aprender a escuchar el silencio. Un silencio que no es vacío, sino lleno de sentido: el del viento que pasa entre los campos, el de las campanas que marcan las horas, el del murmullo de los vecinos que aún se saludan por la calle. Aquí el tiempo no corre, se posa.
El alma de las tierras castellanas
Castilla no necesita adornos. Su belleza es austera, como su gente. Las casas de piedra, las calles estrechas y las plazas con bancos de hierro guardan historias de generaciones enteras. Cada pueblo tiene su iglesia, su fuente, su bar y su ritmo propio.
La vida en estas tierras gira en torno a lo esencial: la familia, la cosecha, las fiestas patronales. Los inviernos son largos y fríos, las mañanas huelen a leña, y las noches están tan llenas de estrellas que uno siente que el cielo toca la tierra. En verano, los campos se vuelven dorados, y los días se llenan de esa calma que solo existe cuando no hay prisa por llegar a ningún sitio.
El valor de lo cotidiano
En los pueblos castellanos, las cosas pequeñas tienen un peso enorme. Comprar el pan se convierte en una conversación, tomar un vino en el bar es un ritual social, y ver pasar la vida desde la plaza es un acto de contemplación.
Aquí nadie finge tener más de lo que tiene. La vida es simple, pero no vacía. La rutina no cansa, porque cada día tiene su sentido. A las ocho de la mañana suena la campana del ayuntamiento, los tractores cruzan las calles, y los ancianos se sientan a hablar de lo de siempre: el clima, la cosecha, los hijos que viven lejos.
Esa repetición, que desde fuera puede parecer monótona, es en realidad un refugio. En un mundo donde todo cambia a una velocidad insoportable, Castilla ofrece estabilidad. Una especie de serenidad antigua, de sabiduría callada.
La soledad que no duele
Muchos llaman a esta parte del país “la España vaciada”. Es cierto que en muchos pueblos ya no quedan jóvenes, que las escuelas han cerrado y que los autobuses pasan una vez al día. Pero decir que está vacía es no entender su esencia. Castilla no está vacía, está llena de silencio, de memoria y de resistencia.
Los que se quedan lo hacen por elección. Son hombres y mujeres que aman su tierra, que prefieren la soledad al ruido, el horizonte abierto al tráfico de las ciudades. Viven con menos, pero viven con más paz.
He pasado temporadas en un pequeño pueblo de la provincia de Soria, con menos de 200 habitantes. Al principio, me sorprendía que todo cerrara a las dos de la tarde y que después solo quedara el canto de los pájaros. Pero con el tiempo, ese silencio se volvió necesario. Empecé a entender lo que significa el arraigo: no necesitar demasiado para sentirse completo.
La comunidad invisible
En los pueblos castellanos, todos se conocen. No hay anonimato posible. Si te pasa algo, el pueblo entero lo sabe; si te falta algo, alguien te lo trae. No es vigilancia, es comunidad. Un tejido de relaciones que se ha mantenido durante siglos y que sigue siendo la base de la vida aquí.