Cómo dejé de planificar y empecé a vivir a la española

por Hernández Gómez

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Cuando llegué a España, mi vida cabía en una agenda. Cada hora tenía su propósito, cada semana un objetivo. Vivía rodeada de listas, recordatorios y calendarios. Mi mente estaba entrenada para preverlo todo: qué haría mañana, qué comería el jueves, a quién vería el domingo. Pensaba que el control me daba seguridad, que planificar era una forma de avanzar. Pero España, poco a poco, me enseñó lo contrario.

No ocurrió de un día para otro. Al principio me costaba entender la calma con la que los españoles viven su día. Me desconcertaba que los planes cambiaran en el último minuto, que las comidas se alargaran sin prisa, que nadie pareciera angustiado por “aprovechar el tiempo”. Yo, que llegaba puntual a todo, no entendía cómo podían tomarse la vida con tanta ligereza. Pero con el paso de los meses descubrí que no era ligereza, sino sabiduría.

España me enseñó a soltar. A dejar que las cosas pasen sin empujarlas. Aprendí que los mejores momentos no están en la agenda, sino en lo inesperado. En la charla improvisada con un vecino, en un paseo sin rumbo por las calles de Sevilla o en una tarde cualquiera que se convierte en fiesta. Los españoles tienen una forma especial de vivir el presente. No lo llenan de metas, lo saborean.

Recuerdo un día en que tenía todo planeado: trabajar por la mañana, hacer compras, cocinar algo especial. A las diez, una amiga me llamó para invitarme a un café. Mi primer impulso fue decir “no puedo, tengo cosas que hacer”. Pero en España ese “no puedo” suena extraño. Aquí el café no es un lujo, es una pausa necesaria. Acepté. Pasamos dos horas hablando bajo el sol, sin mirar el reloj. Aquella mañana no hice nada de lo previsto, pero al final sentí que había vivido más que en toda la semana anterior.

Poco a poco, entendí que la vida española gira en torno a la improvisación tranquila. No es desorden, es flexibilidad. Si algo cambia, no se vive como un problema, sino como una oportunidad. Si llueve, se busca una terraza cubierta. Si alguien llega tarde, se espera con paciencia. La vida no se mide en productividad, sino en bienestar. Y eso cambia todo.

También aprendí que el tiempo aquí no es un enemigo. En otros países, la puntualidad se convierte en una religión y el trabajo en el centro de la existencia. En España, el tiempo es compañero, no juez. La jornada se adapta al ritmo de la gente, no al revés. Las comidas largas, las sobremesas eternas, las conversaciones sin prisa son una forma de resistencia ante un mundo que corre demasiado.

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