Ese desapego del tiempo no es desinterés, es libertad. En Sevilla, uno no es esclavo del reloj. La vida fluye con una naturalidad que sorprende al principio, pero termina conquistando.
La influencia del carácter andaluz
El andaluz, y especialmente el sevillano, tiene un talento innato para disfrutar. No necesita grandes planes ni lujos para ser feliz. Le basta el sol en la cara, una caña fría y buena compañía. Su sentido del humor, su ironía y su capacidad para relativizar los problemas crean una atmósfera donde el estrés simplemente no encuentra espacio.
Esta actitud tiene raíces profundas. Sevilla ha sido siempre un cruce de culturas —romana, árabe, cristiana—, y cada una dejó una huella en la forma de entender el tiempo. Del mundo árabe heredó la calma y la contemplación; del mediterráneo, la alegría y la pasión; del campo, la paciencia. Esa mezcla ha creado un modo de vida que desafía las prisas modernas.
Lo que aprendí viviendo aquí
Cuando llegué a Sevilla, yo también miraba el reloj cada cinco minutos. Me desesperaba si el camarero tardaba, si el autobús no llegaba, si la reunión empezaba tarde. Pero con el tiempo entendí que la ciudad me estaba enseñando una lección: nada que valga la pena sucede deprisa.
Ahora, cuando espero el bus bajo el sol, ya no me irrito. Miro el cielo, escucho el murmullo de la gente, siento el aire cálido en la piel. Y cuando por fin llega el autobús, sonrío: ha llegado justo a tiempo, porque en Sevilla, el tiempo no se pierde, se vive.
Sevilla, la ciudad que respira
Sevilla no compite, no presume, no corre. Su belleza está en su ritmo. En sus calles estrechas donde el eco de las voces suena como música antigua, en sus plazas donde el atardecer se mezcla con el olor a azahar, en sus autobuses que se niegan a vivir con prisa.
Aquí entendí que el tiempo no es algo que se controla, sino algo que se comparte. Y que quizás, después de todo, los sevillanos no van despacio: simplemente van al ritmo correcto.