Hay algo profundamente español en la manera en que entendemos la comida. No se trata solo de lo que comemos, sino de cómo, cuándo y con quién. Y nada refleja mejor esta filosofía que las tapas. Para muchos extranjeros, las tapas son una curiosidad gastronómica, una forma divertida de probar un poco de todo. Pero para nosotros, los españoles, las tapas son una forma de vivir, una actitud ante la vida, una manera de celebrar lo cotidiano.
Cuando salgo de trabajar y me encuentro con mis amigos en un bar del barrio, no pienso en “cenar”. Pienso en disfrutar. En una mesa pequeña de madera, con un vaso de vino tinto o una caña bien fría, se despliega el auténtico ritual de las tapas: unas aceitunas aliñadas, una porción de tortilla, unas croquetas que aún están calientes. Nadie tiene prisa. Nadie mira el reloj. En ese momento, el tiempo se detiene, y solo importa la conversación, la compañía y el sabor del instante.
La tapa nació, según cuentan, de una necesidad práctica: cubrir la copa de vino con una rebanada de pan o jamón para que no entraran moscas. Pero con el tiempo, esta costumbre se transformó en una expresión cultural, en una tradición que define la identidad española tanto como el flamenco o las fiestas de los pueblos. Lo que empezó como un gesto sencillo se convirtió en un arte. Cada región, cada ciudad, cada bar tiene su propio estilo, su secreto, su orgullo.
En Andalucía, las tapas son generosas, ruidosas, llenas de vida. En Granada, aún hoy puedes pedir una bebida y recibir una tapa gratis, como un gesto de hospitalidad. En el País Vasco, las tapas se convierten en pintxos, pequeñas obras de arte colocadas sobre una barra que parece una galería gastronómica. En Castilla, la tapa es más sobria, más contundente, pensada para acompañar un vino recio de la tierra. En Cataluña, se mezcla con la creatividad moderna, combinando ingredientes de todo el mundo sin perder el alma mediterránea.