Autor

Hernández Gómez

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Siempre he pensado que la verdadera España no está en las grandes ciudades, sino en los pueblos. En esos lugares donde el tiempo se mueve despacio, donde todos se conocen por su nombre y donde el sonido de las campanas marca el ritmo del día. Aunque nací en una capital, descubrí que mi país tiene otra cara, más íntima, más humana. Y fue recorriendo esos pequeños pueblos donde, paradójicamente, me sentí más en casa que nunca.

El primero que me robó el corazón fue Ronda, en Andalucía. Su puente, suspendido sobre el Tajo, parece unir no solo dos partes de la ciudad, sino dos épocas. Allí, cada atardecer tiene un color distinto, y el aire huele a historia. Me gusta caminar por sus calles empedradas, escuchar las conversaciones de los vecinos sentados en las puertas de sus casas, sentir que el tiempo no tiene prisa. Ronda me enseñó que la belleza no necesita ruido.

Otro lugar que me marcó fue Albarracín, en Aragón. Es uno de esos pueblos que parecen sacados de un sueño: casas rosadas, callejones estrechos, balcones de madera y un silencio que abraza. Cuando llegué, un anciano me saludó como si me conociera de toda la vida. Me ofreció indicaciones con una sonrisa y me contó que allí nadie se siente extranjero. En ese momento entendí que la hospitalidad no se aprende, se vive.

En el norte, encontré paz en Comillas, en Cantabria. El mar Cantábrico tiene algo especial, una mezcla de fuerza y melancolía. En Comillas, las olas rompen contra las rocas con la misma naturalidad con la que la gente se sienta a mirar el horizonte. Los pescadores me hablaron del clima, del mar y de la vida con una sencillez que me conmovió. Allí comprendí que el lujo no está en tener mucho, sino en disfrutar lo que se tiene.

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Cuando llegué a España, pensaba que la siesta era un mito, una costumbre pintoresca que sobrevivía solo en los pueblos pequeños o en las películas. No podía imaginar que un descanso a mitad del día pudiera tener algún sentido en una vida moderna y activa. Para mí, dormir después de comer era sinónimo de pereza. Pero con el tiempo, viviendo en España, descubrí que la siesta no solo es una tradición: es una filosofía de equilibrio. Y, sorprendentemente, cambió por completo mi manera de trabajar y de vivir.

Al principio, me resistía. Veía cómo todo se detenía después del almuerzo: las tiendas cerraban, las calles se vaciaban, incluso el aire parecía más lento bajo el sol de la tarde. Yo, acostumbrada a medir mi valor por la cantidad de tareas cumplidas, no podía aceptar esa pausa. Me parecía una pérdida de tiempo. Pero en España, el tiempo tiene otro significado. Aquí se entiende que para avanzar hay que saber detenerse.

Empecé por curiosidad. Un día especialmente caluroso en Sevilla, después de comer, me sentí tan agotada que decidí cerrar los ojos “solo cinco minutos”. Me desperté media hora después, con una sensación de claridad mental que no recordaba desde hacía mucho. No era el sueño profundo de la noche, sino un pequeño descanso que me devolvía energía. A partir de entonces, la siesta se convirtió en un experimento que pronto pasó a ser un hábito.

Descubrí que la siesta no se trata solo de dormir, sino de desconectar. Es un paréntesis que divide el día en dos mitades. La mañana se vive con intensidad, la comida se disfruta sin prisas, y la siesta permite recomenzar con la mente despejada. Esa pausa corta tiene un poder inmenso: limpia el cansancio y devuelve la concentración. Empecé a notar que trabajaba mejor, que tomaba decisiones con más calma y que mis tardes eran más productivas que nunca.

Lo interesante es que en España nadie siente culpa por descansar. Aquí la pausa está integrada en la cultura. No es debilidad, es inteligencia. La siesta no es un lujo, es una herramienta natural para mantener el equilibrio entre cuerpo y mente. Los españoles lo saben desde hace siglos, y ahora entiendo por qué siguen fieles a esta costumbre, incluso en un mundo que corre demasiado rápido.

He aprendido que la productividad no se mide por las horas sentada frente al ordenador, sino por la calidad del enfoque. Antes, a media tarde, me encontraba agotada, dispersa, incapaz de concentrarme. Ahora, después de una breve siesta, puedo trabajar con más claridad y creatividad. El cerebro, como cualquier músculo, necesita descanso para rendir mejor.

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Cuando llegué a España, mi vida cabía en una agenda. Cada hora tenía su propósito, cada semana un objetivo. Vivía rodeada de listas, recordatorios y calendarios. Mi mente estaba entrenada para preverlo todo: qué haría mañana, qué comería el jueves, a quién vería el domingo. Pensaba que el control me daba seguridad, que planificar era una forma de avanzar. Pero España, poco a poco, me enseñó lo contrario.

No ocurrió de un día para otro. Al principio me costaba entender la calma con la que los españoles viven su día. Me desconcertaba que los planes cambiaran en el último minuto, que las comidas se alargaran sin prisa, que nadie pareciera angustiado por “aprovechar el tiempo”. Yo, que llegaba puntual a todo, no entendía cómo podían tomarse la vida con tanta ligereza. Pero con el paso de los meses descubrí que no era ligereza, sino sabiduría.

España me enseñó a soltar. A dejar que las cosas pasen sin empujarlas. Aprendí que los mejores momentos no están en la agenda, sino en lo inesperado. En la charla improvisada con un vecino, en un paseo sin rumbo por las calles de Sevilla o en una tarde cualquiera que se convierte en fiesta. Los españoles tienen una forma especial de vivir el presente. No lo llenan de metas, lo saborean.

Recuerdo un día en que tenía todo planeado: trabajar por la mañana, hacer compras, cocinar algo especial. A las diez, una amiga me llamó para invitarme a un café. Mi primer impulso fue decir “no puedo, tengo cosas que hacer”. Pero en España ese “no puedo” suena extraño. Aquí el café no es un lujo, es una pausa necesaria. Acepté. Pasamos dos horas hablando bajo el sol, sin mirar el reloj. Aquella mañana no hice nada de lo previsto, pero al final sentí que había vivido más que en toda la semana anterior.

Poco a poco, entendí que la vida española gira en torno a la improvisación tranquila. No es desorden, es flexibilidad. Si algo cambia, no se vive como un problema, sino como una oportunidad. Si llueve, se busca una terraza cubierta. Si alguien llega tarde, se espera con paciencia. La vida no se mide en productividad, sino en bienestar. Y eso cambia todo.

También aprendí que el tiempo aquí no es un enemigo. En otros países, la puntualidad se convierte en una religión y el trabajo en el centro de la existencia. En España, el tiempo es compañero, no juez. La jornada se adapta al ritmo de la gente, no al revés. Las comidas largas, las sobremesas eternas, las conversaciones sin prisa son una forma de resistencia ante un mundo que corre demasiado.

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Vivir en Andalucía es descubrir que la vida tiene otro compás. Cuando llegué al sur de España, pensaba que entendía bien el país: había visitado Madrid, Barcelona y Valencia, y creía conocer el carácter español. Pero Andalucía me enseñó que España no es una sola, sino muchas, y que el alma andaluza tiene una luz distinta, una forma única de mirar el mundo.

Desde el primer día, lo sentí en el aire. Hay algo en la manera en que los andaluces hablan, caminan y saludan que transmite cercanía. No es solo la alegría superficial que algunos asocian con el sur. Es una calidez profunda, una actitud hacia la vida basada en la hospitalidad y la conversación. Aquí, nadie te deja ser un extraño por mucho tiempo. Basta una charla en una terraza o una sonrisa en el mercado para sentirte parte del lugar.

Aprendí que en Andalucía el tiempo se mide de otra forma. No con relojes, sino con momentos. La mañana empieza tarde, el almuerzo se alarga, y la noche parece no tener fin. Pero no es desorganización, es una filosofía: disfrutar el presente sin la presión constante del mañana. Mientras en otros lugares se corre para aprovechar el día, aquí se vive para saborearlo.

También entendí el valor del silencio y del ruido. En Andalucía, el silencio no es soledad, y el ruido no es caos. El bullicio de los bares, las risas en las plazas, el sonido de una guitarra que aparece de repente en la calle… Todo forma parte de una música colectiva. Es la expresión natural de una cultura que no teme mostrar emociones. Los andaluces no esconden lo que sienten: celebran, lloran, discuten, pero siempre con una autenticidad desarmante.

Una de las primeras cosas que me sorprendió fue la manera en que se vive la comunidad. Aquí las puertas están abiertas, las conversaciones se extienden por los balcones, y los vecinos se conocen de toda la vida. En los pueblos blancos, la vida se comparte. Hay una sensación constante de pertenencia. Nadie está completamente solo, porque siempre hay alguien dispuesto a escuchar o a invitarte a un café.

La gastronomía andaluza también me enseñó algo esencial: la felicidad está en lo sencillo. Un pan con aceite y tomate, unas aceitunas frescas, una copa de vino bajo el sol de la tarde. No se necesita lujo, solo buen gusto y buena compañía. Las comidas son momentos de conexión, no de prisa. Incluso el acto de cocinar se vuelve un gesto de amor.

Pero lo más valioso que aprendí viviendo entre andaluces fue la manera en que entienden la alegría. No es un optimismo ingenuo ni una negación de los problemas. Es una fuerza interior, una decisión de mirar la vida con esperanza, incluso cuando las cosas no son fáciles. Andalucía ha conocido la pobreza, las sequías, los desafíos. Y sin embargo, conserva una sonrisa que no es solo cultural, sino vital.

Hay una palabra que define bien todo esto: duende. No tiene una traducción exacta, pero se siente en cada rincón del sur. Es esa energía invisible que hace que una canción, una mirada o una conversación te conmuevan profundamente. El duende está en el flamenco, pero también en la forma en que una anciana riega sus macetas con alegría, o en la forma en que los niños juegan en la calle al atardecer.

He aprendido que la belleza en Andalucía no está solo en los monumentos o en los paisajes, sino en la gente. En su manera de mirar la vida sin pretensiones, en su orgullo humilde, en su capacidad de disfrutar las cosas pequeñas. Cada día me enseñan algo sobre la paciencia, la gratitud y la importancia de vivir con el corazón abierto.

Cuando cae la tarde y el cielo se tiñe de naranja sobre los tejados de Córdoba o las colinas de Granada, entiendo que aquí el tiempo se detiene no porque falte prisa, sino porque sobra vida. Andalucía no se vive con la mente, sino con el alma.

Y eso, quizás, es lo más grande que aprendí entre los andaluces: que la felicidad no está en tener más, sino en sentir más. En escuchar la música del día a día, en compartir, en reír sin motivo, en dejarse llevar por la luz del sur. Vivir aquí es aprender que la vida, cuando se vive despacio y con pasión, se vuelve arte.

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Madrid despierta despacio. Antes de que el sol ilumine las fachadas de los edificios antiguos, ya se escuchan los primeros sonidos de la ciudad: el tintineo de las tazas en los bares, el murmullo de los camareros que preparan las mesas y el aroma del café recién molido que flota en el aire como una promesa de un día tranquilo. En España, el café de la mañana no es solo una bebida: es un ritual, una forma de marcar el inicio de la jornada sin dejar que el tiempo corra demasiado rápido.

Sentarse en una cafetería madrileña a primera hora es observar la esencia de la vida española. Las calles todavía se estiran, los autobuses van llenándose de estudiantes y oficinistas, y los bares —esos templos cotidianos del café— ya están vivos. Aquí nadie se lleva el café para beberlo de pie o frente al ordenador. El madrileño se sienta, pide su cortado o su café con leche, abre el periódico o charla unos minutos con el camarero. Todo fluye con una calma que desconcierta al extranjero acostumbrado a la prisa.

Esa pausa tiene raíces profundas. España, a diferencia de muchos países del norte de Europa, vive en otro ritmo. No se trata de lentitud, sino de respeto al tiempo vivido. El café no es combustible, sino una excusa para estar presente. Quizás sea el sol que invita a mirar por la ventana, o el carácter mediterráneo que entiende que cada día tiene su propio pulso. Pero en Madrid, incluso en la ciudad más activa del país, la mañana se abre sin ansiedad.

He aprendido que este momento, aparentemente simple, tiene un significado cultural enorme. El café se convierte en un espacio para reconectar con uno mismo antes de sumergirse en el ruido de la jornada. Es una frontera invisible entre el descanso y la actividad. Mientras los turistas corren hacia los museos o el metro, los madrileños se detienen. A menudo con el móvil sobre la mesa, pero sin obsesión. Escuchan, observan, saborean.

La escena se repite por toda la ciudad: en los barrios de Chamberí, Malasaña o Lavapiés, en las terrazas soleadas o en los bares diminutos donde los camareros conocen a cada cliente por su nombre. Hay algo reconfortante en esa familiaridad. El café se prepara con precisión y se sirve con una sonrisa sincera. A veces viene acompañado de una tostada con tomate y aceite de oliva, o de un trozo de tortilla recién hecha. Todo parece simple, pero es esa simplicidad la que define el arte de no correr.

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