Siempre he pensado que la verdadera España no está en las grandes ciudades, sino en los pueblos. En esos lugares donde el tiempo se mueve despacio, donde todos se conocen por su nombre y donde el sonido de las campanas marca el ritmo del día. Aunque nací en una capital, descubrí que mi país tiene otra cara, más íntima, más humana. Y fue recorriendo esos pequeños pueblos donde, paradójicamente, me sentí más en casa que nunca.
El primero que me robó el corazón fue Ronda, en Andalucía. Su puente, suspendido sobre el Tajo, parece unir no solo dos partes de la ciudad, sino dos épocas. Allí, cada atardecer tiene un color distinto, y el aire huele a historia. Me gusta caminar por sus calles empedradas, escuchar las conversaciones de los vecinos sentados en las puertas de sus casas, sentir que el tiempo no tiene prisa. Ronda me enseñó que la belleza no necesita ruido.
Otro lugar que me marcó fue Albarracín, en Aragón. Es uno de esos pueblos que parecen sacados de un sueño: casas rosadas, callejones estrechos, balcones de madera y un silencio que abraza. Cuando llegué, un anciano me saludó como si me conociera de toda la vida. Me ofreció indicaciones con una sonrisa y me contó que allí nadie se siente extranjero. En ese momento entendí que la hospitalidad no se aprende, se vive.
En el norte, encontré paz en Comillas, en Cantabria. El mar Cantábrico tiene algo especial, una mezcla de fuerza y melancolía. En Comillas, las olas rompen contra las rocas con la misma naturalidad con la que la gente se sienta a mirar el horizonte. Los pescadores me hablaron del clima, del mar y de la vida con una sencillez que me conmovió. Allí comprendí que el lujo no está en tener mucho, sino en disfrutar lo que se tiene.