Yo comencé a practicar algo que llamo “mi sagrada hora del silencio”. No importa dónde esté: en una terraza, en un tren o en mi pequeño balcón. Apago el teléfono, dejo el reloj a un lado y simplemente respiro. A veces escucho el rumor de la calle, a veces el canto de un pájaro o el murmullo de una conversación lejana. En esos instantes, el ruido ya no me distrae, me acompaña. He aprendido que el silencio no siempre significa ausencia de sonido, sino presencia de calma interior.
En los pueblos pequeños, la serenidad se siente diferente. No hay tanto tráfico, ni luces, ni prisa. Pero incluso en las ciudades más grandes, la calma existe si sabes dónde buscarla. Puede estar en el banco de una plaza a primera hora de la mañana, cuando el sol apenas toca las fachadas. O en un bar vacío después de la comida, cuando el camarero limpia las mesas y el tiempo parece detenerse. O en una callejuela donde las macetas de geranios cuelgan en silencio, ajenas al mundo.
También descubrí que la calma se encuentra en los rituales cotidianos. En el sonido de la cafetera al amanecer, en el olor del pan recién hecho, en el paseo del atardecer cuando el sol dora los edificios. España enseña a vivir con todos los sentidos: aquí se saborea, se toca, se huele, se escucha y se siente. La serenidad nace de prestar atención a esos detalles que otros pasan por alto.
Hay otra cosa que aprendí de los españoles: la calma no se busca huyendo del movimiento, sino integrándose en él. Durante una fiesta de barrio en Granada, entre música y carcajadas, observé a una anciana sentada a un lado, sonriendo mientras veía bailar a los jóvenes. No participaba, pero tampoco se apartaba. Su paz no era silencio, era pertenencia. En ese momento comprendí que la serenidad no depende del entorno, sino de la actitud.
España tiene un ritmo propio, y resistirse a él solo trae cansancio. Vivir aquí me enseñó que no todo debe estar controlado ni previsto. A veces la calma llega cuando uno deja de planear, cuando permite que el día se mueva por sí solo. Si el autobús se retrasa, si el camarero tarda, si el mercado está lleno… no pasa nada. En el fondo, siempre hay tiempo. Esa filosofía tan española de “no pasa nada” es una de las formas más sabias de encontrar la paz.
Y cuando la ciudad estalla en una nueva fiesta —porque siempre hay otra a la vuelta de la esquina—, ya no siento la necesidad de escapar. Camino entre la multitud, escucho las risas, las palmas, los pasos de los bailarines, y siento que el mundo puede ser ruidoso y tranquilo al mismo tiempo. Mi calma está ahí, dentro del ruido, como una melodía que solo yo escucho.
Encontrar serenidad en la ciudad de las fiestas no es un desafío, es un arte. Es el arte de vivir sin oponerse al ritmo, de escuchar sin sobresaltarse, de disfrutar sin agotarse. En España, la paz no se esconde: baila entre las luces, se desliza entre los acordes de una guitarra, y te encuentra cuando menos lo esperas. Basta con mirar, respirar y dejar que el alma se contagie del pulso alegre del país. Porque incluso en medio de la música y la risa, siempre hay un instante de calma —ese pequeño silencio que solo puede nacer en una tierra que ama tanto la vida.