Además, hay algo profundamente humano en esa pausa. Durante la siesta, la casa se sumerge en un silencio especial. El sol cae con fuerza, las persianas bajan, y el mundo parece detenerse. Es un momento de reconexión. No se trata solo de dormir, sino de frenar el ruido exterior, de escuchar el propio ritmo. En esos minutos de calma, se siente una paz que pocas cosas ofrecen.
Con el tiempo, me di cuenta de que la siesta también cambió mi relación con el trabajo. Antes lo veía como una carrera constante, una sucesión de metas que debía cumplir sin detenerme. Ahora entiendo que el descanso forma parte del proceso productivo. No es lo contrario del trabajo, es su complemento. Gracias a la siesta, dejé de asociar la eficiencia con la fatiga y empecé a verla como equilibrio.
Incluso fuera del verano, cuando el calor no obliga a refugiarse en casa, mantengo ese hábito. No siempre duermo; a veces simplemente cierro los ojos, respiro, o leo algo breve. Lo importante es desconectarse del ritmo exterior, aunque sea quince minutos. Esa pequeña pausa tiene el poder de cambiar el resto del día.
Hoy, cuando vuelvo a mi país y alguien se sorprende de que “pierda tiempo” después de comer, sonrío. Porque sé que no lo pierdo: lo recupero. La siesta me enseñó a escuchar mi cuerpo, a entender que el rendimiento no se impone, se cultiva. Y que la mente clara, descansada, siempre produce más que la mente agotada.
Vivir en España me hizo comprender algo fundamental: no hace falta elegir entre disfrutar y ser productivo. La verdadera productividad nace del bienestar. La siesta, con su pausa breve y su serenidad, es una de las formas más sencillas de recordarlo.
Ahora, cada vez que cierro los ojos después del almuerzo, siento que no solo descanso, sino que me reconcilio con el tiempo. Y cuando despierto, con el sol entrando suavemente por la ventana, sé que ese pequeño acto de pausa me hace más eficiente, más creativa y, sobre todo, más feliz.