Pequeños pueblos de España donde me sentí en casa

por Hernández Gómez

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Más al centro, me sorprendió Almagro, en Castilla-La Mancha. Un pueblo lleno de historia y arte, donde el teatro todavía se vive como en el Siglo de Oro. Pasear por su plaza mayor es como volver atrás en el tiempo. Los vecinos me invitaron a una copa de vino y me hablaron de las fiestas locales con orgullo. Esa cercanía, esa forma de incluirte en su mundo sin conocerte, me hizo sentir parte de algo.

Y, por supuesto, no puedo olvidar Frigiliana, en la Costa del Sol. Un pueblo blanco colgado en la montaña, con flores en cada rincón y vistas al Mediterráneo. Allí entendí que el color no solo está en las fachadas, sino en la forma de vivir. La gente sonríe al saludarte, los niños juegan en las calles, y las tardes parecen infinitas. Sentado en una terraza con un café y el sonido de las cigarras, pensé que no hace falta buscar el paraíso: a veces está en tu propio país, escondido en un rincón pequeño y luminoso.

En cada uno de estos pueblos encontré algo en común: autenticidad. La vida no corre, se comparte. Las personas todavía tienen tiempo para hablar, para mirar, para cuidar los detalles. Y eso, en un mundo tan acelerado, es un tesoro.

He viajado mucho por España, pero son los pueblos pequeños los que más me han enseñado sobre lo que significa “estar en casa”. Porque sentirse en casa no depende del lugar donde naciste, sino del lugar donde te reciben con el corazón abierto. Y en esos rincones, entre el sonido del viento, el aroma del pan recién hecho y la sonrisa de la gente, siempre encuentro un pedazo de mí.

Cuando regreso a la ciudad, llevo conmigo esa calma, esa forma distinta de entender la vida. Los pequeños pueblos de España me recordaron que el hogar no siempre tiene dirección: a veces es un sentimiento. Y yo, entre sus calles estrechas y su gente amable, aprendí a reconocerlo.

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