POR QUÉ LA PAELLA NO SE COCINA EN CASA

por Hernández Gómez

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Otro motivo es el espacio. La paella no se hace en una olla pequeña. Se necesita una paellera amplia, una superficie nivelada y, si es posible, fuego de gas o de leña. En los pisos de las grandes ciudades, con cocinas pequeñas y hornillas eléctricas, es casi imposible replicar las condiciones ideales. Por eso, la paella se reserva para los fines de semana, cuando se va al campo, al jardín o a la casa del pueblo. Allí se monta el fuego, se prepara el sofrito con calma y se espera el momento justo en que el arroz absorbe el último sorbo de caldo.

Pero hay algo más profundo detrás de esta costumbre: la paella representa una manera de entender la vida. En España, comer no es un acto rápido, ni un trámite. Es una forma de encuentro. Cocinar una paella en casa un martes por la noche no tendría sentido, porque no habría tiempo para disfrutarla como merece. Por eso, preferimos mantenerla como un evento especial, una celebración del tiempo compartido. El simple hecho de decir “el domingo hay paella” significa que habrá familia, risas y sobremesa larga.

En mi familia, por ejemplo, el encargado de la paella siempre fue mi tío. Nadie más podía tocar la paellera. Era su territorio sagrado. Desde temprano empezaba a preparar los ingredientes, y todos sabíamos que el arroz no se servía hasta que él lo considerara perfecto. Mientras tanto, los demás charlábamos, poníamos la mesa, cortábamos pan, servíamos vino. Cuando por fin decía “ya está”, todos nos sentábamos como si fuera una ceremonia. Y lo era. Esa costumbre, repetida cada verano, nos unía más que cualquier otra cosa.

Por eso, cuando alguien me pregunta por qué no hago paella en casa, sonrío. No es por pereza ni por falta de amor a la cocina. Es porque la paella no pertenece al día a día. Pertenece al tiempo compartido, al aire libre, al ruido de la familia, al olor del fuego. Hacer una paella solo, en silencio, sería como celebrar una fiesta sin invitados.

La paella no se cocina en casa porque no cabe en la rutina. Es demasiado grande, demasiado simbólica, demasiado nuestra. Es un recordatorio de que la comida puede ser más que alimento: puede ser vínculo, tradición y alegría. Por eso, cada vez que huelo el aroma del arroz con azafrán, recuerdo esos domingos lentos, llenos de conversación y sol. Y entiendo que la paella no necesita cocinarse cada día para estar presente. Vive en la memoria, en el espíritu y en la manera española de entender la vida: sin prisa, con sabor y siempre, siempre, en buena compañía.

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